El Cardenal Richelieu: Del Cristianismo Universal a la Raison d’etat.
Hasta el s. XVII los estados medievales aspiraban a la universalidad cristiana como orden mundial en tanto que el mundo material se consideraba un reflejo del reino de los cielos, por tanto, si Dios gobernaba este último, un emperador cristiano gobernaría la Tierra y el Papa la Iglesia Universal. Hasta entonces, el Sacro Imperio romano-germánico era la principal potencia europea, sin embargo, el emperador jamás gozó del poder centralizado necesario para poder actuar sin cortapisas a este problema contribuyó el bajo desarrollo de las comunicaciones y transporte por un lado y la separación entre iglesia y Estado con los correspondientes conflictos entre el Papa y el emperador por otro.
De esta forma, el Sacro Imperio (SIRG) aparecía como un conjunto desordenado de ducados, ciudades y obispados que no dudaban en utilizar los conflictos de agentes más poderosos para conseguir mayor autonomía o beneficios. Sin embargo, la casa de los Habsburgo era en el s. XV era lo bastante rica, poderosa e influyente como para reclamar permanentemente la Corona Imperial y construir un Estado unitario en aquel vacío de centroeuropa. El emperador Carlos V había llevado a la Casa Habsburgo al culmen de su poder en la primera mitad del S. XVI al dominio de la corona española se sumaban los territorios del SIRG, la mayor parte de Italia, Países Bajos, la Francia Oriental, Austria y otros territorios al Norte de los Balcanes.

Sin embargo en este siglo acontece la Reforma, la unidad cristiana se rompe y los príncipes rebeldes protestantes se desligan tanto de Roma como del emperador. Su actuación dejará de basarse en la universalidad cristiana para basarse en el interés de los Estados. En este punto, debemos centrarnos en Francia. A pesar de ser un país católico, como Estado tenía mucho que perder frente al surgimiento de un SIRG fuerte y unido en voluntad de acción. Ciertamente sus preocupaciones no eran infundadas, se encontraba rodeada por las posesiones de los Habsburgo y el triunfo de la Contrarreforma haría de Francia un simple apéndice de un SIRG centralizado.
Por el contrario, un SIRG debilitado o incluso desintegrado, permitiría hacer de Francia la potencia principal de la Europa continental y ofrecía tangibles posibilidades de expansión hacia el Este. El cardenal de Richelieu, primer ministro de Francia entre 1624 y 1642 fue el artífice de esta política.
Richelieu asumió el cargo cuando Fernando II intentaba aplastar la reforma, establecer el dominio universal católico y reafirmar su casa en el SIRG. La Contrarreforma daría lugar a la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), una de las guerras más cruentas de la historia de la humanidad. La guerra comenzó en Praga y rápidamente se extendió por todo el territorio alemán. Al termino del conflicto, Europa Central perdió un tercio de su población y quedó devastada, pero de tales cenizas surgió una Francia reforzada que trataría de establecer su supremacía por los próximos doscientos años. Durante el desarrollo del conflicto, a pesar de ser católico, Richelieu antepuso la raison d’etat (razón de Estado) y explotó a su favor las rivalidades entre protestantes y católicos.

La rigidez moral de los Habsburgo fue quizás su perdición, el emperador Fernando II era un fanático carente de la más mímina flexibilidad en cuanto a métodos. Nunca puso sobre la mesa la posibilidad de formar algún tratado o tejer alianzas con suecos protestantes o turcos musulmanes. Se trataba de un soberano con valores absolutos, resultaba imposible negociar o tratar de moderar sus propósitos y estaba menos preocupado por el bienestar del Imperio que por la aplicación de la voluntad de Dios. Richelieu se consideraba un hombre religioso en privado, pero en asuntos de Estado las consideraciones morales católicas no pesaban sobre él. Este expuso: «el hombre es inmortal; su salvación está en el más allá. El Estado no lo es, su salvación es ahora o nunca».

Obcecado en su fanatismo, Fernando tuvo en 1629 la posibilidad de establecer una tregua beneficiosa para la situación de su Imperio. Los protestantes estaban dispuestos a reconocer la hegemonía política de los Habsburgo a cambio de que se les permitiera seguir practicando su religión y conservar sus tierras (arrebatadas previamente a la iglesia durante la reforma). Fernando no entendía de matices y respondió con el Edicto de Restitución, que exigía la devolución de todas las tierras confiscadas desde 1555. Fernando no hizo el más mínimo cálculo de interés político y apostó a un todo o nada que sería desastroso para su imperio.
Richelieu apoyó a los príncipes alemanes protestantes resuelto a prolongar la guerra lo suficiente como para dejar una Europa central debilitada que aliviase la presión fronteriza de Francia y favoreciese su expansión. Su pragmatismo a la hora de tejer alianzas fue notoria en una época de celo y fanatismo religioso. Su única norma era favorecer los intereses de Francia y así pudo entenderse tanto con los Estados protestantes como con el Imperio Otomano.
Con ánimo de agotar a los bandos en conflicto apoyó económicamente a los enemigos de sus enemigos, usó sobornos, fomentó insurecciones y todo tipo de artimañas dinásticas y jurídicas.En 1635, los contendientes estaban agotados. Richelieu aún no tenía interés en el fin del conflicto y convenció a su soberano para finalmente implicarse de forma directa en el conflicto del lado de los protestantes para explotar el creciente poder de una Francia que no había sufrido las consecuencias de la guerra.

Finalmente, Francia se convirtió en el país dominante de la Europa continental y consiguió extender su territorio. Tras la Paz de Westfalia (1648) la doctrina de la razón de estado se convirtió en el principio rector de la diplomacia. La unificación dinástica del SIRG se desplomó y este quedó dividido en más de 300 soberanos independientes, imposibilitando el desarrollo de un estado-nación con una cultura política compartida y estancada en el provincianismo del que no saldría hasta la llegada del canciller de hierro Bismarck a finales del s. XIX. El territorio alemán no fue sino un eterno campo de batalla durante casi todas las guerras europeas a partir de entonces.
El éxito de su política se debió a su correcta evaluación de las relaciones de poder, lo que requiere cierta experiencia y astucia y un constante análisis de las circunstancias. Las tradiciones de política exterior universalistas no necesitan una evaluación constante, de hecho, esto les resulta perjudicial y dependen mayormente de la forma en la que se los percibe. Son perfectas para la legitimación de una política exterior pero especialmente perjudiciales en manos de un soberano cegado por tales valores o cuando entran en contradicción con los medios necesarios para alcanzar un fin determinado.
Frente a los críticos de Richelieu, él simplemente hubiera expuesto que había analizado el mundo tal como es, no tal como deseara que fuera, y que la historia lo juzgaría por su eficacia como estadista y no por su moralidad. Este escribió en su testamento político: «En cuestiones de Estado el que tiene el poder a menudo tiene el derecho, y el que es débil sólo difícilmente puede no estar en el error, según la opinión de la mayoría».
El problema de las políticas idealistas que tienden al universalismo es que a menudo quedan cegadas por sus nobles fines y pueden llegar a olvidar los intereses del estado; el problema de la razón de Estado radica en la dificultad de ponerle límites y la imposibilidad de que tal doctrina sea aplicada por una mano lo suficientemente experimentada, a menudo tiende a llegar demasiado lejos y desembocar en el uso constante de la fuerza generando un estado de tensión entre países y fomentando carreras armamentísticas.
Así, cuando Luis XIV ascendió al trono al mando de una Francia fortalecida frente a una España decadente y una Alemania débil y dividida, dejó de lado toda cautela y en su desenfrenada aplicación de la razón de estado y expansionismo, alarmó al resto de Estados, dando lugar a una coalición antifrancesa que frustraría sus ambiciones a largo plazo. Doscientos años después, la historia de Europa bien podría resumirse en una Francia tratando de hacerse la primera potencia indiscutible y configuradora del orden europeo frente a coaliciones europeas que trataban de establecer un equilibrio europeo sin una potencia preponderante.
Todos los Estados empezaron a aplicar la razón de estado en su diplomacia, por lo que Francia perdió su ventaja inicial. Mientras que esta doctrina sirvió para guiar la actuación de los estados, resultó funesta a la hora de establecer un orden internacional estable que no fuera basado en la fuerza bruta. La historia parece mostrar que el equilibrio aparece como una consecuencia del agotamiento del intento de determinado país de establecer su supremacía más que de la voluntad combinada de los soberanos. El equilibrio Europeo del s. XIX surgió del esfuerzo de contener a Francia, después, tal equilibrio se basaría en los intentos aliados de contener una Alemania unida y, posteriormente, tal alianza se basaría en la contención del comunismo soviético.
De esta forma, el Sacro Imperio (SIRG) aparecía como un conjunto desordenado de ducados, ciudades y obispados que no dudaban en utilizar los conflictos de agentes más poderosos para conseguir mayor autonomía o beneficios. Sin embargo, la casa de los Habsburgo era en el s. XV era lo bastante rica, poderosa e influyente como para reclamar permanentemente la Corona Imperial y construir un Estado unitario en aquel vacío de centroeuropa. El emperador Carlos V había llevado a la Casa Habsburgo al culmen de su poder en la primera mitad del S. XVI al dominio de la corona española se sumaban los territorios del SIRG, la mayor parte de Italia, Países Bajos, la Francia Oriental, Austria y otros territorios al Norte de los Balcanes.